Felicitaciones enlatadas de la radio

Como todos los días, me he despertado con la boca amarga y el cuerpo ligeramente oprimido por una extraña sensación de desasosiego. He clavado mis ojos en el espejo y he visto otros ojos que ni siquiera miraban a mis ojos. No he necesitado preguntarme por qué tenía la boca amarga y el cuerpo castigado por el desasosiego. Sin pensarlo dos veces he encendido un cigarrillo y he aspirado una larga calada que me ha acariciado los pulmones. El espejo seguía devolviéndome una imagen espantosamente igual a la que dejé anoche. Las mismas manchas, las mismas arrugas en la comisura de los labios, la misma tensión en la mandíbula.

Creo que he tratado de sonreírme y no he podido. Tampoco he podido extraer unos restos de confeti que estaban enredados en el pelo. Seguramente me ha excitado la idea de enfrentarme a mis propias miserias, porque he permanecido largo rato en esa posición, mirando sin mirar, recorriendo todos mis perfiles con ese gesto autómata del que hace las cosas sin recibir ninguna orden del cerebro. A la segunda o tercera bocanada de humo he comenzado a sentirme un poco mejor, como si todas esas sensaciones que minutos antes se hallaban desperdigadas por fin hubieran encontrado su propio encaje en el cuerpo. No estoy muy segura, pero tengo la idea de que la radio vomitaba felicitaciones enlatadas, frases hechas que la gente famosa suele dedicar a la gente no famosa, lugares comunes sobre la paz, la guerra y la salud de todos. De la calle venía un silencio espeso y como áspero, quizá ligeramente agresivo. He entrado en la cocina y la visión de los platos apilados, sucios, me ha revuelto el estómago.

En el comedor olía a tigre. El contestador automático no registraba ninguna llamada, ni especial ni no especial. La tele ofrecía la retransmisión de saltos en la nieve. Justo entonces me he dado cuenta de que estábamos en año nuevo y otra vez he corrido hacia el espejo, a ver si era verdad que había empezado el milagro. Un eructo de champán me ha encogido el rostro mientras intentaba descifrarme. Inútil. Yo seguía siendo yo. Nada hacía sospechar que en las próximas horas pudiera operarse el cambio. Desgraciadamente, en el 92 tampoco seré Kim Bassinger.

Comentarios