La historia tuvo lugar tras del cerco y toma de Béziers, un 22 de julio del año 1209. Simón de Monfort ha dado muerte ya a la práctica totalidad de la población masculina adulta de la ciudad. En los restos, aún en pie, de la Catedral se apelotonan mujeres, ancianos, niños... muchos de ellos han sido partícipes o cómplices de la herejía.
Igualmente sin duda, otros apenas si habrán sido los espectadores aterrados de un combate salvaje, en el que estaba excluída toda tentación de hacer prisioneros. Simón de Monfort tiene un momento de vacilación ante aquella masa de gentes inofensivas y aterrorizadas. El guerrero busca un gesto de alivio en el maestro religioso. A su derecha cabalga el Abad de Citeaux, consejero espiritual de la cruzada contra los albigenses. «¿Qué hacer?», pregunta. «Cómo distinguir, herejes de cristianos impecables?».
El eclesiástico tal vez se avergüenza en, silencio de la debilidad del Comandante. Friamente responde -y sus palabras válen por un curso completo de teología tradicional: «Mire, mátelos usted a todos, que ya Dios se encargará de reconocer a los que eran de los suyos». No hubo supervivientes en Béziers. Miro ahora las imágenes espeluznantes de la población civil del Salvador masacrada en estos días por un ejército feroz, que sabe que sólo en el exterminio ejemplar de los desheredados de la tierra está la garantía de su pervivencia como casta. La lógica de los Escuadrones de la Muerte es aplastante.
Como lo era la del viejo Abad del siglo XIII. Los señores de la guerra sólo pueden matar. Sin selección ni limites. Sólo así el terror será perfecto y su dominio incuestionable. Matar, seguir matando, para seguir siendo poderosos...
Es la única razón de su existencia. Ellacuría y sus compañeros de la Compañía de Jesús lo sabían muy bien. Sabían que ellos serían los primeros en servir de blanco a la rabia de los perros de presa. Porque su asesinato encerraba el más alto grado de ejemplaridad que era posible alcanzar hoy en El Salvador. Y decidieron quedarse: hay momentos en los que decir no es absolutamente necesario, aunque sea al precio de la propia vida.
Creo que es un personaje de Sartre quien lo proclama ante sus torturadores: «mi miedo es sólo asunto mío, mi resistencia implica a todos los hombres». Decir no a los señores de la guerra es apostar por la condición humana. Paradójica y te, tal vez. Pero así son las cosas. Y yo, que no creo en su dios ni en cualesquiera otros dioses; sé, sin embargo, que Ellacuria y los suyos supieron, en aquella madrugada, elegir el limitado y dolorido mundo de los hombres en el cual vivían. Y que ese mundo, que tal vez sea la única metáfora divina, supo reconocerlos a los cinco como suyos.
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