Los veraneos de mi infancia

Los veraneos infantiles de mi época se diferenciaban por el distinto sabor del agua del baño, que podía ser la saludable salinidad marina que impregnaba nuestra piel, o bien el agua clorada de las piscinas en los veraneos del interior, o de montaña, como entonces se decía. Las familias barcelonesas pudientes, como era la mía, repartían su largo verano de tres meses (¿todavía existen?) entre el mar y la montaña, pues los médicos familiares así lo aconsejaban, para disfrutar de las virtudes de ambos entornos.Los veraneos playeros eran más excitantes y ninguna piscina podía competir con su poderío neptúnico, pero las piscinas municipales o las muy incipientes piscinas particulares facilitaban una mayor promiscuidad entre los niños y las niñas. Como siempre el sexo, reprimido e innombrado, prescindía turbadoramente las vacaciones infantiles veraniegas. Creo que esto no ha cambiado demasiado, pero ahora se ha hecho, venturosamente, mucho más explícito.

Los grandes acontecimientos externos permiten enclavar la fecha de algunos veranos concretos. En mi vida personal hay dos momentos históricos que permiten reconocer con certeza el tiempo y el lugar. El primero se localiza en Sant Feliu de Codines (que entonces se escribía San Feliu de Codinas) en 1945, por donde pululaba un cura simpático que se llamaba Miguel (no Miquel) Batllori.Yo le recuerdo por su cordialidad y porque era un señor mayor que infundía cierto respeto. Lo menos que podía esperar es que, en 1994, cuando me lo encontré en Roma en mi condición de director del Instituto Cervantes, él se acordara perfectamente de mí, niño insignificante entonces. Pues bien, nunca podré olvidar mi undécimo aniversario allí, porque estuvo emparedado el 8 de agosto por las explosiones atómicas de Hiroshima y Nagasaki.Entonces no se sabía muy bien lo que eran las bombas atómicas y a los españoles les impresionó más la tanda de oficiales nipones que cometieron el harakiri que la devastación nuclear. Fue la gran conmoción informativa que precedió en pocos días al final de la Segunda Guerra Mundial. Yo no sabía entonces que muchos españoles, sobre todo desde las cárceles, soñaban con un próximo derrocamiento de Franco por parte de las potencias aliadas que habían derrotado al Eje. Vana esperanza.

He deducido que aquel veraneo de 1945 fue de mar y montaña por otro episodio político que recuerdo y que pronto comentaré. El mar nos venía de una torre familiar modernista heredada y recuperada tras la guerra, después de haber borrado todas las inscripciones anarquistas de sus paredes. Mi madre y mi tía juzgaban horroroso su recargado estilo gaudiniano -como era habitual entre la burguesía de la época- y se lamentaban del trabajo que costaba sacar el polvo de sus cenefas y formas acaracoladas. No les faltaba razón práctica. La finca estaba ubicada en Cabrils, a tres kilómetros de la playa de Vilassar de Mar, de modo que cada mañana la familia Gubern, en su versión extensa, se desplazaba a la playa con sus toallas y sombrillas. Después venía la comida y la siesta de rigor, para dar paso a una tarde de fútbol en el vecino campo deportivo que estaba incluido en nuestros dominios familiares.

Por entonces, mi libido se había ido afirmando gracias a las diez o doce personas que veraneábamos en aquella finca. No sé si fue en este veraneo en el que irrumpió una bellísima joven rubia, llamada Concha, que acabó por ser despedida acusada de hurto, aunque ya entonces sospeché que lo había sido porque turbaba los apetitos varones, maduros y jóvenes, que veraneábamos en aquella casa. Las criadas de las casas burguesas, como es sabido, tenían la importante función de encauzar la sexualidad de sus vástagos.

Pues bien, en aquel verano de incertidumbres políticas recuerdo un paseo campestre con mi tía Mercedes y con otra mujer adulta (cuyo rostro no consigo visualizar), en el que aquélla expresó su preocupación (muy franquista) de que ganaran las próximas elecciones británicas los laboristas, cuya identidad política asimilaba a la de los rojos. Ganó poco después, en efecto, el laborista Clement Attlee, pero para entonces los ingleses tenían -cosa que por lo visto ignoraba mi tía- importantes inversiones en España y lo único que deseaban era estabilidad y tranquilidad política en la península. Lo demás eran meros gestos retóricos de cara a la galería sindicalista y obrera de su país. Así pudo seguir mi tía Mercedes con sus rosarios y sus novenas hasta el día en que murió, hace pocos años.

El año 1945 cambió la historia del mundo, menos la de España, yo aprendí un poco de política internacional y mi libido heterosexual se afirmó decididamente gracias a las criadas familiares. Fue un veraneo importante, mucho más importante que el otro que consigo fechar, el de julio de 1969, en el que el hombre puso por vez primera su pie en la luna. Para entonces mi inocencia ya estaba definitivamente corrompida.

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