El ascensor es una jaula que durante años llevó a otra. Rechina renqueante hasta el tercero en el que Rosa Codina decidió languidecer cautiva, llevada por la inercia plomiza con la que castiga la viudedad. Esa que engarza los días para convertirlos en el mismo, acaba fundiendo las semanas y aboca al sinsentido.
Santiago está presente en la librería, que roza el techo altivo de este piso asentado en la Gràcia que linda con el Guinardó. Lo está a través de ese tomo de título La batalla del Ebro que narra su historia misma, su castigo en el frente con 17 años como miembro de la leva del biberón y su regreso a Barcelona previo paso por dos campos de concentración para compartir una vida austera con la Señorita Francis del Camp d'en Grassot, dueña de la mercería que más consejos dispensó en el barrio durante 33 años. Mujer robusta que hincó la rodilla en la convalecencia del luto 17 inviernos atrás.
Cuenta Rosa que hubo días, muchos, en los que la dignidad hacia una misma pasaba únicamente por lavarse la cara. Si el pretexto del hambre no empujaba a pisar la acera en busca de víveres, la bata valía de atuendo y el peinado era un cuidado prescindible. Recuerda cómo acabó persiguiendo oxígeno con salidas forzadas resumidas en el siguiente proceder: «Bajaba a la parada del autobús que tengo delante de casa, cogía el primero que venía, fuera cual fuera, y me apeaba en el final. Salía y daba una vuelta por la zona en la que me hubiera dejado. Volvía a la parada y hacía el recorrido inverso. Así, durante varios años». Los que le sirvieron para conocer la Barcelona que nunca había sentido necesidad de visitar hasta que llegó el ahogo, el aislamiento, el que sufren muchas de las 68.000 mujeres mayores de 65 años que viven solas en Barcelona.
El parche hizo efecto mientras el vértigo se apreciaba como un mal ajeno y las rodillas respondían. Hasta los 80, los ofrecimientos de ayuda eran desestimados. Pero se sucedieron las caídas y la primera llamada a la puerta escuchada valdría para cambiar el tercio. De esto hace casi un millón de parados. Corría 2009. La pegatina que un «señor y una señora muy majos» que todo lo revisaron y todo lo preguntaron le dejaron en la nevera se tornaría guía para construir una nueva existencia. Repleto estaba de teléfonos y alternativas el adhesivo.
Hoy abre la puerta Rosa con seis pastillas macerando en el estómago, labio rojo y tez empolvada, rito ahora cotidiano. Pero también recurre al rimmel que estrenó para conocer el Liceu, porque hoy acude fotógrafo. No hay impostura en la sonrisa, que parece acostumbrada a formar parte de su nuevo rictus.
Tendrá algo que ver que, marcando los dígitos proporcionados por esos dos voluntarios autoapodados radares que van de puerta en puerta buscando ancianos solitarios para ofertarles compañía, obtuvo un beneficio tras otro, hasta construir una agenda que hinche el día y blinda ante la nostalgia. Una cobertura total con el sello del Ayuntamiento y la asociación Amics de la Gent Gran.
Es miércoles, día punta para Rosa, que a las 12 desfilará hacia el centro cívico La Sedeta para compartir mantel con otros octogenarios acostumbrados a no departir en la mesa. El programa Àpats en Companyia reporta plato a tres euros y un ameno resopón socializador. «No hay que ir buscando la comida», aclara.
De cubrir la tarde se encarga Sinda y esos masajes en la cabeza que anestesian los achaques. Desde hace cuatro años, cuando Telefónica la prejubiló, lleva repartiéndolos por doquier. A Rosa desde enero y antes a Carme, hoy consumida por el alzheimer. «Para ellos es la fiesta mayor cuando vienes», dice y la anciana asiente devota. También se encarga Sinda de las compras y de cerrar las citas médicas y, en su ausencia, un collar queda de guardia; el del tercer servicio que vigila este envejecer jovial, el de la teleasistencia, que Rosa oculta coqueta bajo la blusa. «Si quieres llamo». Pero acertamos a aplacarla. Quiere demostrar su eficiencia. «A veces lo hago para decir que estoy bien, porque si no lo hacen ellos para comprobar».
Parte Sinda, tras conocer que en agosto tendrá «vacaciones» porque Rosa acaba de apuntarse a la enésima excursión (dos semanas en Vic) y llega la única parcela monótona: el bocadillo frío como cena. Al gas ni acercarse. Puro instinto de supervivencia para poder mantener la independencia y no acabar en Terrassa, donde su único hijo vivo, el que la enfermedad no arrastró, la resguarda cuando una nueva caída requiere de cuidados. «Allí estoy muy bien, pero tienen trabajo y paso el día viendo una tele la mar de bonita, pero sola. Y aquí, no. Cuando no viene uno, me llama el otro o salgo a comer con mis compañeros», se confiesa, para cerrar su historia con la muestra más palmaria de la plenitud recobrada: «Muchas veces allá donde voy me dicen: 'de qué te ríes'. Y yo les contesto: 'no lo sé, soy feliz'».
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