Anda la peña desorientada con esto de las elecciones, sobre todo la gente de izquierdas, que no reconoce al psoe ni por la etiqueta. A lo mejor es una epidemia. El otro día me apetecía whisky, compré una botella de Talisker, que yo recordaba como un fragor espléndido y bravío, y me encontré en la boca con un patito de goma. A muchos votantes socialistas les sucede al abrir la papeleta: la huelen y les pega un tufo a banqueros y oligarcas que tira de espaldas.
Lo que hay que hacer en estos casos es reclamar. Llevé la botella a la tienda, le expliqué al dueño que aquel whisky sabía a piruleta de coñac pasada de fecha y él dijo que hablaría con el distribuidor. A la semana obtuve la respuesta: el comercial acudió acompañado de un catador experto, habían probado mi whisky y certificado ante notario que yo era un gañán y aquél un Talisker de pura cepa.
Según la cata oficial, todo se trataba de un espejismo del paladar, pero como yo había escrito no muchos atrás un libro sobre whiskies de malta titulado Agua de vida del que más de un experto me ha robado frases, no me consolé con esa explicación. Un sommelier amigo me dijo que en la botella un whisky puede perder sabor pero lo que no sabía es cómo diablos había ganado azúcar. Pensé entonces si no se les habría ido la mano con el caramelo. La gente cree que el ámbar del whisky viene del roce con la madera, pero qué va: tras una década de vejez, el whisky brota incoloro de la barrica y los fabricantes echan caramelo para ajustar el tono amarillento deseado. Por eso Graham Greene pudo reventarse el hígado a fuerza de vasos que trasegaba delante de las narices mismas de toda la profesión médica. «Hay que ver qué sed tiene Graham», decían las enfermeras.
Con el misterio descerrajado, a los fabricantes no les queda más remedio que admitir que sí, que hay caramelo, pero que sólo lo usan para ajustar el color y que los compradores reconozcan su marca de un vistazo. Es lo que pasa cuando llega las elecciones, que los políticos añaden colorante para que los votantes no se líen y puedan distinguirlos. Tal vez nos engaña la memoria y recordamos lo que nunca fue, igual que a mí me traiciona la boca al evocar el Talisker como un whisky de verdad, un exilio de bosques y lágrimas. Está la etiqueta, está el color pero todo lo demás se fue a hacer gárgaras, como la ideología del PSOE, un partido del que sólo quedan las siglas y donde cualquier parecido consigo mismo es pura coincidencia.
Lo que hay que hacer en estos casos es reclamar. Llevé la botella a la tienda, le expliqué al dueño que aquel whisky sabía a piruleta de coñac pasada de fecha y él dijo que hablaría con el distribuidor. A la semana obtuve la respuesta: el comercial acudió acompañado de un catador experto, habían probado mi whisky y certificado ante notario que yo era un gañán y aquél un Talisker de pura cepa.
Según la cata oficial, todo se trataba de un espejismo del paladar, pero como yo había escrito no muchos atrás un libro sobre whiskies de malta titulado Agua de vida del que más de un experto me ha robado frases, no me consolé con esa explicación. Un sommelier amigo me dijo que en la botella un whisky puede perder sabor pero lo que no sabía es cómo diablos había ganado azúcar. Pensé entonces si no se les habría ido la mano con el caramelo. La gente cree que el ámbar del whisky viene del roce con la madera, pero qué va: tras una década de vejez, el whisky brota incoloro de la barrica y los fabricantes echan caramelo para ajustar el tono amarillento deseado. Por eso Graham Greene pudo reventarse el hígado a fuerza de vasos que trasegaba delante de las narices mismas de toda la profesión médica. «Hay que ver qué sed tiene Graham», decían las enfermeras.
Con el misterio descerrajado, a los fabricantes no les queda más remedio que admitir que sí, que hay caramelo, pero que sólo lo usan para ajustar el color y que los compradores reconozcan su marca de un vistazo. Es lo que pasa cuando llega las elecciones, que los políticos añaden colorante para que los votantes no se líen y puedan distinguirlos. Tal vez nos engaña la memoria y recordamos lo que nunca fue, igual que a mí me traiciona la boca al evocar el Talisker como un whisky de verdad, un exilio de bosques y lágrimas. Está la etiqueta, está el color pero todo lo demás se fue a hacer gárgaras, como la ideología del PSOE, un partido del que sólo quedan las siglas y donde cualquier parecido consigo mismo es pura coincidencia.
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