La naturaleza es así. Después de más de un mes de trabajo para que todo funcionase con el rigor de un mecanismo suizo, el día D de la presentación del proyecto, un imponderable lo malogró.
Después de una mañana a la espera en mitad del monte, bajo la incertidumbre del cielo color panza de burra dispuesto a jarrear en cualquier momento, los protagonistas no acudieron a la cita. Todo ha quedado en las explicaciones de un ambicioso plan dispuesto a favorecer a esa misma naturaleza.
Ayer estaba previsto colocar un radiotransmisor a un ejemplar de águila imperial madrileña, para conocer mejor la vida y el comportamiento de la que hasta hace poco estaba considerada la rapaz más amenazada del planeta -en la península Ibérica hay censadas unas 330 parejas de imperiales, 43 de ellas en Madrid-. Todo estaba calculado y probado en anteriores ocasiones; nada podía fallar, excepto la propia esencia de la naturaleza salvaje.
Hora de la convocatoria, primera de la mañana; lugar, una finca particular del oeste de Madrid, dar más datos podría ser una amenaza para la pervivencia de las rapaces. Monte encinado de uno de los rincones más remotos de la Comunidad de Madrid, el ecosistema favorito de la gran cazadora ibérica.
Antes de esto, ha sido más de un mes cebando día a día a las rapaces, innumerables cálculos y pruebas para comprobar el funcionamiento exacto del dispositivo de captura, de incontables madrugadas dejando que el frío cale los huesos del naturalista, inmóvil en el incómodo escondite para vigilar como una pareja de águilas entraba al engaño confiándose poco a poco cada vez más. Hasta ayer.
Al amanecer, como los otros días, se colocó el conejo en el cebo. Enseguida acudió la pareja de imperiales. Todo discurría según el plan. Hasta que, de repente, desde una cercana carrasca surgió un zorro que se abalanzó sobre las águilas, arrebatándolas la pitanza. Un suceso normal en la naturaleza ibérica, pero que en aquellas circunstancias tuvo otras consecuencias más allá de que nuestras águilas se quedasen sin comer.
Espantadas, las imperiales levantaron el vuelo y no volvieron en todo el día al cebadero. «Es posible que regresen mañana, dentro de unos días o que no lo hagan nunca», explica con resignación Javier Oria, el biólogo responsable de este programa de investigación y uno de los mayores expertos en esta joya de la naturaleza ibérica. La prensa se quedó sin ver cómo se colocaba el transmisor a la rapaz y el programa es posible que sufra cierto retraso.
Tal vez haya que empezar de nuevo a cebar en otro lugar a las águilas y repetir el proceso hasta que, al fin, pueda atraparse a alguna de ellas para colocarle un transmisor, el último grito en tecnología de seguimientos a animales salvajes, y, una vez libre de nuevo, conocer sus movimientos por la señal emitida por el aparato. No lo vimos, pero merece la pena contar cómo es y lo que supone este ambicioso programa de investigación biológica.
La Consejería de Medio Ambiente, junto con la Fundación Iberdrola, desarrolla un programa de marcaje y posterior seguimiento con GPS de varios ejemplares de águila imperial ibérica, con el fin de conocer mejor la biología de esta rapaz. Consiste en la colocación de un transmisor en una mochila que se coloca en la espalda de un águila. «No le molesta en absoluto y con el paso del tiempo, los agentes ambientales y el roce se desgastan las tiras de teflón que lo sujetan al ave y se cae a la naturaleza», explica Oria.
El seguimiento cuenta con la imprescindible colaboración del propietario de una finca particular donde anida la rapaz. «Estamos encantados de colaborar en un programa que va a asegurar la conservación de la especie», dice Juan de Gregorio, propietario de la finca, quien anima a otros propietarios:
«Las pocas molestias que causan estas actuaciones, quedan compensadas con las satisfacción que produce ayudar a la conservación». Por su parte, el subdirector general de Conservación del Medio Natural, Felipe Ruza, reconoce que «estamos muy agradecidos a la propiedad; sin su colaboración no habría podido llevarse a cabo el proyecto». Desde la Fundación Iberdrola, Carmen Recio afirma que su compañía está orgullosa de «colaborar en un programa que mejorará el conocimiento de especies tan valiosas».
El GPS que se utiliza en este programa es un aparato de sólo 45 gramos y menos de 8 centímetros de longitud, que emite ocho señales al día. Son recogidas por una red de satélites que determina su posición con un error inferior a un metro. Dotado de una pequeña placa solar, se mantiene activo entre dos y tres años. Colocado en una mochila en la espalda del ave, las tiras de teflón que lo mantienen sujeto se desgastan en ese tiempo, cayéndose el aparato, que no causa molestias en el animal.
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