Empezar es fácil y no es difícil adivinar por qué. A casi todo el mundo se le ocurren buenas ideas de vez en cuando, y al principio sientes que el mero hecho de tener una historia, cualquier cosa que contar, te ampara y te protege, por eso es fácil empezar.
Pero luego, en un instante misterioso, la primera crisis, sientes que te has quedado sola, absolutamente sola delante de una mesa, a solas con una historia que no te ayuda, de la que ya no puedes extraer fuerza alguna, porque la vanidad, la arrogancia del debutante, se ha disipado, y la energía ya no es bastante, porque ya has empezado y estás sola, sola con la incertidumbre, la potencia definitiva que no se disipa nunca, ni siquiera cuando compruebas la consistencia de tu trabajo hecho objeto, un libro, nunca, porque las historias no mueren, sólo se retuercen.
Por tanto, terminar no es fácil, ni siquiera cuando se disfruta del privilegio del autor primerizo, la libertad absoluta que proviene no ya de ignorar, sino de desconocer objetivamente y por completo a lectores, a editores y a críticos, el consuelo de que tu escritura, en definitiva, se puede entender como una aventura más, de que tu vida, hasta entonces, ha sido otra cosa y a ella podrás volver siempre.
Yo, sin embargo, contra todo pronóstico, logré terminar un libro de las varias decenas de libros que he empezado, conseguí adaptar mi ritmo a los suyos, aprendí a gozar y a sufrir con mis criaturas, a sacudirme la incertidumbre a golpes de soberbia -defecto que poseo en tan alto grado que a menudo me pregunto si existen auténticas razones para considerarlo un defecto-, a oponer un ¿por qué no? a cada uno de los infinitos ¿por qué? que me asaltaban cada día, y a no preguntarme jamás por las causas de mi terca actitud. Escribía, y eso me bastaba.
Sólo luego, mucho tiempo después de terminar la novela, me vi impelida a interrogarme acerca del proceso de escritura de mi obra cuando acepté temerariamente la oferta de participar en una mesa redonda concebida no para señoras desocupadas de clase media sino para estudiantes que, además, habían tenido que pagar una matrícula y esperaban sin duda ir a escuchar algo interesante. Sólo entonces me esforcé por reconstruir con exactitud un proceso al cual, como por lo demás me ocurre con tantos otros aspectos de mi vida, me cuesta trabajo atribuir una estructura coherente.
Y me esforcé por reflexionan con rigor, y concluí, porque siempre hay que concluir algo, que yo escribía por instinto, el mismo instinto que me impulsó no ya a empezar no a leer, sino a pringarme en lo que leía, hace tanto tiempo, pues la lectura, conté allí, aquella tarde, me reveló la existencia de un territorio intermedio entre la realidad indeseable y la ficción deseable, esa red de universos inexistentes creados por la voluntad esencialmente humana de escapar de la realidad, y donde siempre es mucho más fácil vivir.
Por eso, para conquistar el derecho a vivir allí, en la fantasmagórica tierra de alguien que jamás sospechó ni remotamente que yo fuera a conocerle alguna vez, leo libros, y por eso, para crear mi propio universo intermedio, un lugar cierto y falso a la vez de donde nadie me desplazara jamás, escribo libros. Eso fue lo que conté aquella tarde. Y al terminar distinguí, repartidas en los rostros de las personas que formaban mi auditorio dos expresiones opuestas. Algunos me miraban con cara de alucinados, como diciendo, esta se pincha. Otros me sonreían con la sonrisa que se reserva a quienes parece justo admirar por algo.
Ambas reacciones me desconcertaron por igual, pero entonces alguien que estaba sentado en el estrado, a mi lado, me susurró una cálida expresión de aprobación, y entonces sentí que una diadema de plumas descendía poco a poco sobre mi cabeza hasta ceñirse a los contornos de mi frente, y me sentí un indio más, un guerrero de la misma tribu, con permiso para aullar y ulular alrededor del fuego y contar esas cosas -escribo para vivir- que dicen siempre los «escritores», así, entre comillas, y que, a veces se tiene la sensación de que sólo los propios escritores entienden.
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