Los gorrillas no reciben subvenciones

Se juegan la vida parando coches en medio de la calle. No importa si los conductores quieren aparcar o no. Los gorrillas intentan convencerles. «Antes no era así, había pocos. Y uno puede ganarse la vida aquí tranquilamente, pero no tantos...», afirma un vecino del barrio del Pilar. «Un amigo contó más de 70 de ellos entre el puente de la Paz y las Urgencias del Ramón y Cajal», añade.

Pero el servicio no es gratuito y tiene un precio mínimo. «Hay que pagar y, si uno da menos de un euro, ellos amenazan. Si es una chica joven o alguien mayor, se juntan tres o cuatro para exigir el dinero», cuentan los vecinos. Quien se resiste a dejar su moneda puede encontrarse con una sorpresa al volver: «cristales o espejos rotos y la pintura rayada». Los vecinos dicen que los gorrillas son un fenómeno reciente en la zona, pues llevan unos dos años. «Se aprovechan de la fragilidad de las personas que vienen al hospital», critican.

En Madrid, esta actividad no se hace sólo en la calle San Modesto, junto al Ramón y Cajal. Afecta a otros hospitales y a parques y lugares donde se celebran actos masivos, como conciertos o partidos de fútbol. También hay gorrillas en la plaza de la Cebada o en la cuesta de la Vega, por ejemplo. Siempre que hay una gran concentración de coches, ellos aparecen entonces para señalizar el hueco. El problema es que, además de exigir el pago, algunos gorrillas se inventan plazas de parking inexistentes para recibir algunas monedas más. Aparcan los coches en doble fila, en la acera y frente a los garajes. Si algún vecino que no puede salir se queja al conductor del vehículo mal aparcado, la respuesta suele ser la misma: «Pagué al negrito por este lugar», según relatan los residentes.

Raúl (nombre ficticio de un vecino que teme represalias) afirma ya haber denunciado el caso a la policía y cree que los gorrillas son «protegidos por una ONG». «Por eso no se toma ninguna medida», opina. Además, critica su buena organización: «Ellos hacen turnos. Llegan a la calle alrededor de las 7.00 horas y después de las 14.00 horas se quedan solamente uno o dos de guardia», dice. «No sé si a lo mejor tienen otro empleo o si salen a aparcar coches en otro lado. Pero seguro que rinden cuentas a alguien», concluye.

Los vecinos piensan que la actividad es lucrativa, aunque los gorrillas lo nieguen. También sospechan que los grupos de aparcachoches aprovechan el lugar para dedicarse a otros negocios, como drogas y prostitución. El dueño de un establecimiento comercial cuenta que antes les dejaba entrar para ir al baño o beber agua. Luego, el número de personas «aumentó demasiado» y no pudo dejar que todos entraran. Sufrió represalias. «Han intentado hundir mi negocio. Para vengarse, tiraban su basura contra mi local», añade. Otra vecina no establece una misma característica para los aparcacoches. «Hay de todo. Los que amenazan, los que no, los que piden un euro, los que aceptan lo que sea...», señala. «Yo tampoco trato a todos de la misma forma. Hay uno que ya conozco y es majo, al que siempre pago. A los otros, no les doy».

Nana es un ejemplo de esa diversidad. Aparca coches en la calle San Modesto desde hace un año, cuando llegó desde Ghana. «Acepto lo que venga, sea 20 céntimos o 10 euros», garantiza. A él no le gusta su actual manera de ganarse la vida, pero cree que está en ello temporalmente. «No quiero pedir limosna, quiero un trabajo, una vida normal. Pero, para eso, tengo que esperar mis papeles», confiesa.

La mujer sonríe para el cliente que llega, le pide una colaboración y recibe un euro. Sabe que no es saludable trabajar de sol a sol en el verano madrileño. «No tengo otra opción. Y necesito comer», añade. Sin embargo, cada día busca una manera de ejercer mejor su actual actividad. «Hay que ser gentil, abrir la puerta, intentar hablar», dice el subsahariano, que apenas habla español.

El gorrilla asegura que no posee ninguna ayuda, ni el apoyo de ninguna ONG. Su sueldo medio diario: 11 euros, aunque «depende mucho. Una vez, una mujer me dio 10 euros porque dijo que a ella le encantaba mi país».
Pero el comportamiento de Nana no es el común. Algunos intimidan, pidiendo su impuesto con cierta violencia. Por eso, los conductores dejan la moneda preparada antes de salir del coche, para evitar cualquier problema. A los vecinos que conocen, los aparcacoches no les piden dinero. «¿Cómo vamos a pagar si entramos y salimos 20 veces al día?», pregunta retóricamente un señor que vive junto al Hospital Ramón y Cajal. «Pero ellos nos insultan por la espalda en una lengua que no se puede entender», añade.

No se tarda mucho en comprobar las palabras del vecino. Llega un coche azul. El gorrilla se aproxima corriendo, cantando. Al acercarse, nota que la conductora vive en la zona, frena su carrera y no le pide nada. La chica, por otro lado, sale lo más rápido que puede del coche, recogiendo descuidadamente su bolso y algunos libros.
Cuando pasa la policía, el desagrado cambia de lado. De cinco gorrillas que vigilan un portal, cuatro huyen y sólo uno se queda. «A lo mejor tiene papeles», opina un vecino que pide más compromiso del Gobierno. «Es muy triste que, en el año que estamos, algunos tengan que jugarse la vida en pateras para llegar aquí. Que vengan como se tiene que venir y puedan vivir con normalidad», exclama.

Discusión. Cuatro 'gorrillas' charlan a la entrada de un edificio. Llega un quinto aparcachoches que les habla con violencia en inglés. Sus compañeros no osan enfrentarse a él y se callan, como muestra la foto.

¿Jefe? «Quien 'aparca' el coche recibe el dinero», afirma un 'gorrilla'. Cuando es interpelado sobre quién es su jefe, su mirada se desvía hacia los lados y su voz baja de tono. «No lo tengo, trabajo para mí», contesta.

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