Puede mantenerse un razonable escepticismo en torno a la disolución de los límites del espacio y el tiempo. A fin de cuentas, estamos acostumbrados a nuestros propios límites y a situar los hechos con perfiles precisos.
Pueden, incluso, plantearse, con igual raciocinio, las dudas de si ese problema entre la escolástica y la revolución científica es materia teatral de solidez contrastada.
Esto sería ya más discutible, pues importa, tanto como los conceptos filosóficos, la capacidad para dramatizarlos. A la postre es lo que permanece de una obra: Su filiación artística, su encuadra en modelos teatrales sugerentes.
Y esto último lo acredita con creces Perdida en los Apalaches. Lo malo de esta realidad sin límites es que no resulta fácilmente perceptible, pues suceso y percepción se hallan en campos diferentes y la percepción modifica y manipula lo percibido. Ello abre infinitas posibilidades.
Por ejemplo: el paro galopante, el estado policial, el fascismo desafiante no está ocurriendo aquí y ahora, sino que ocurrió en el pasado o va a ocurrir en el futuro; con lo cual, la realidad percibida es simplemente un accidente, una conjunción especiotemporal que sólo nos toca filosóficamente.
Con todo, no es la posible metáfora política que pueda haber en Perdida en los Apalaches lo que la define como una obra excepcionalmente sutil; no es ese vicesecretario segundo atento a la producción de huevos, o el presidente que escapa al extranjero cuando el club está en quiebra.
Es el soplo ténue, imperceptible casi, con el que las cosas se suceden en escena. Perdida en los Apalaches plantea muchas dudas, alguna que otra confusión e, incluso, ciertas problemas de identidad. Pero, aparte de que, teatralmente, esas ambigüedades están bien resueltas, ello ocurrirá sólo a quienes instalados en la confortable teoría del absoluto, tengan dura la mollera para lo relativo.
Estas restricciones mentales no van a impedir, sin embargo, el sano ejercicio de la risa y de la sonrisa, pues motivos hay para ello en este juguete. Por mi parte puedo afirmar que estuve allí y que pude comprobar, sin distorsiones metafísicas, las peripecias de los personajes y la calidad de los actores. Tanto en Sanchís Sinisterra, como en Manuel Carlos Lillo, Anabel Moreno y Camilo Rodríguez, la inteligencia está al servicio de una acción teatral muy matizada.
Porque, sobre esta inquietante realidad fragmentada, reconstruida, desconocida o confusa, flota, con levedad, la sutileza de un lenguaje dramático; la inteligencia de un lenguaje, a secas.
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