Mis tacones de Giuseppe Zanotti

Después de las elecciones presidenciales, el gran acontecimiento del año en París ha sido la movida organizada por John Galliano en Versalles, una fiesta que estremeció los cimientos del palacio de la Orangerie. ¿Cuántas tormentas reales y políticas no se habrán visto en este sitio? Pero ninguna tan excepcionalmente posmoderna como la que provocó el ciclón Galliano, que acaba de cumplir 10 años de colaboración con Christian Dior. Relampagueó, tronó, arreció, con aguacero más habanero que parisino, en la cita con el diseñador gibraltareño y la maison para celebrar el 60 aniversario en la creación de la gran casa de la moda y, de paso, abrir la semana de la Alta Costura.

Mis tacones Giuseppe Zanotti hundidos en la gravilla se sumaron a los numerosos agujeros que habían dejado otras invitadas; me sentí Marlene Dietrich en la arena del desierto de Marruecos.El chal de seda brocado de Dior apenas me cubría del frío, en pleno mes de julio. Al que me hubiera comentado el calentamiento del planeta le habría partido la nuca de un golpe de kárate.

Entré en el backstage, busqué en vano los rostros de las top models. Está prohibido fotografiarlas durante el maquillaje y el peinado y, por esa razón, las apartan de las otras. Me aproximé a algunas de las más jóvenes maniquíes, que sonríen lozanas a cuanto reclamo se les insinúa y saben que forjarse una brecha y convertirse en reconocidos nombres de la moda requiere de un gran esfuerzo y profesionalidad; no resulta fácil pasar de la seducción de la adolescencia a la ingenuidad pensada e intensamente fabricada. 

Contemplé los cuellos blancos y finos, penetré en el reflejo del espejo de sus miradas; no podría nadie imaginar el verdadero color de sus ojos después de las pinceladas de tonos magentas, de los rabos góticos, de las sombras delineadas con la textura del cuero. Las bocas deseosas susurraban, fumaban o mordisqueaban una fruta; las largas manos empolvadas empinaban botellas de agua, enroscaban chales, hojeaban libros. Los peluqueros, entre tanto, presurosos, entretejían mechas, insertaban apliques, esculpían moños monumentales. 

Los maquilladores espolvoreaban brillos, elegían pestañas postizas de un colorido de ensueño, culminaban los detalles con la certeza de los maestros del Renacimiento.Los demás correteaban de un lado a otro, atentos al menor descuido. omo yo, llegó demasiado temprano y con el mejor Dior de la temporada: gris, con un tachón enorme detrás y escote sin ángulos en la espalda. Sonríe con los ojos, es de una belleza sencilla que desarma, y me comentó que había olvidado su invitación en el hotel. Le respondí que sería muy probable que no la necesitara. Elegante, sobria, ligera, parecía que flotaba cómoda entre los fantasmas de Versalles.

Empezó el espectáculo, el Baile de los Artistas en homenaje al primer Baile de los Artistas del creador original, monsieur Dior, que exigía elegancia extrema, como prevenía la invitación. Desde el umbral divisé esculturas veladas de tules y gasas blancos, adornadas con pamelas de plumas rosadas, caballos con arneses de donde colgaban ramos exuberantes de rosas nacaradas. Percibí a Pedro Almodóvar, a la radiante Paz Vega. Sensualísima Jessica Alba, con su tatuaje en la nuca, y un moño como una escultura de Agustín Cárdenas. Juliette Binoche, serena, estiraba el cuello y sondeaba el paisaje. Olivier Martinez achinaba los ojos gatunos ante la luz de un flash. 

Monica Bellucci hechizaba con su cálida mirada y la delicadeza de sus confesiones, que compartía con Charlize Theron. Ella adora a Dior, igual que la también adorable Bibiana Fernández, ¡cómo me gustaría escribirle algo para el teatro! Todas adoran a Dior. Son las Grace Kelly, las Marlene Dietrich, las Audrey Hepburn, las Greta Garbo, las divas que antes vistieron del modisto y que ahora, reencarnadas en las actuales, iban acomodándose en unas sillas plateadas, semejantes a las de un sueño de Jean Cocteau.

El público aplaudió enardecido a Naomi Campbell, pero la que realmente levantó a los mil invitados con su majestuosa presencia fue Linda Evangelista. La fragilidad de Lily Cole, la modelo con rostro aniñado, me hizo pensar en el poema Preciosa y el aire, de Lorca. Doutzen Kroes como María Antonieta me evocó aquel pasaje estupendo de la novela de Stefan Zweig. Quedé agradablemente impresionada con la carnalidad de Gisele Bündchen, muy Lauren Bacall; pareciera que su piel se desliza por el pódium con la misma suavidad que la seda de la cola del vestido. 

Eva Green, la actriz de Casino Royal, suspiró ante el sombrero con flecha atravesada y ladeó la cabeza ante otro, igual a una paleta de pintor, pincel incluido. La actriz norteamericana Kate Hudson aplaudió vehemente el vestido con la rosa a la cadera, inspirado en Gruau, dibujante que trabajó para Christian Dior. Aparece el arlequín picassiano y la actriz china Zhang Ziyi murmura una frase que, enseguida, guarda en la palma de su mano. Diosas griegas lucieron tocados laberínticos sujetos con estrellas. Hermoso recuerdo del New look, la falda recta, la chaqueta con cuello evasión, que hicieron la marca de distinción de las señoras de la posguerra. Seda, tafetán y raso en volúmenes infalibles. 

Tacones como zancos. Corsés estrictos, brocados y bordados de pedrería que el brillo de ninguna joya podrá nublar, vuelos que darían envidia a los saltos de agua de Soroa, drapeados que contorneaban los cuerpos, envolviéndolos como los pétalos del tulipán a la corola. 

Justo en el instante después aparecieron las majas, con sublimes bordados que recordaban los mantones de Manila o aquel inolvidable viaje literario de Washington Irving, y los trajes de luces de los toreros, o una aventura de Pierre Loti. Como en levitación avanzaba la manola, pero también danzaban las cocottes del Moulin Rouge. Casi podíamos escuchar las risitas veladas de las amigas de la reina decapitada y el estruendoso estilo versallesco, y de súbito podíamos oler la brisa perfumada de rizos ondulantes debajo de los sombreritos de inspiración inglesa, propios de las carreras de caballos.

Una vez más, John Galliano nos obsequió una magistral obra de teatro, brindó de este modo una imponente recreación de la pintura de varios siglos al dedicar el desfile a pintores célebres: Cocteau, Picasso, Degas, Renoir, Goya, Toulouse-Lautrec, Rembrandt, Sargent, Boldini, Tiepolo, Monet, Boucher, Caravaggio, Zuloaga, Zurbarán, Gainsborough, entre otros. Al iniciar el espectáculo con cantaores flamencos homenajeó a la poesía española, con un cante dedicado a Sevilla en voz de Manuel Lombo. El creador recorrió la pasarela como si de las arenas del ruedo se tratara. Es un maestro no sólo de la moda, también de la dramaturgia, y se lució con la teatralidad que lo caracteriza. 

Emergió del fondo enfundado en un traje de luces, la mirada fija del torero, con el pelo suelto en dos mechas laterales y un chignon a la francesa. Luego, en los históricos jardines por donde pasearon y danzaron, y sin duda hicieron el amor a escondidas entre los arbustos, el Rey Sol y más tarde María Antonieta, nos esperaban tiendas de campaña de lujo, gigantescas paellas, un comefuego o lanzallamas, bailaores y cantaores flamencos. Élodie Bouchez, una de las protagonistas de La vida soñada de los ángeles, contempló unos minutos la enorme paellada, pero vibró su portátil y se alejó hasta perderse detrás de un árbol. Juliette Binoche conversaba animadamente con Olivier Martinez. 

En el baño me hice compañera de espejo de Gisele Bündchen, quien dijo que le encantaban mis espejuelos. Al salir retocada (que ninguna falta le hacía a ella, a mí por supuesto que sí), besó a su novio en los labios; pese a ese gesto íntimo, siguió siendo la misteriosa dama de la pasarela.

¡Delirium tremens cuando el diseñador se subió al tablao con los artistas y taconeó y palmeó como uno de ellos! Al rato, la fuente central del jardín nos empapó con una llovizna luminosa, un abanico de agua y de imágenes del desfile se expandió en el nublado y frío cielo versallesco. Los invitados acudieron al baile, yo la primera. Afirmé en una ocasión que John Galliano era el William Shakespeare de la moda, pues ahora añado que el camaleónico diseñador ha mutado en Federico García Lorca, con algunas gotas de sabia poción a lo Stefan Zweig. Esa noche soñé que era una chica disfrazada de chico y que me batía en duelo con Alain Delon encima de una pasarela de John Galliano.

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